martes, 22 de marzo de 2011

EL DIA DEL PADRE.

¿Cuáles son las cosas más importantes de la vida?

Al pensar en ello, cierto poeta escribió que son “poder querer a alguien, que nos quieran y no morir después de nuestros hijos”. Es un veredicto hermoso y sobre todo inapelable. Otro poeta, Jose Carlos Llop, corrobora esa percepción al apuntar, precisamente en una elegía dedicada a su padre, que “la compañía de mis hijos le ha dado a la palabra vida, a la palabra muerte, un sentido distinto.

De alguna manera, ambos poetas apuntan a la misma intuición: que la vida humana nunca es vida en soledad, sino que viene marcada desde la cuna por la interdependencia en los afectos. Y al cabo, en una relación de texturas tan complejas como es la relación entre padres e hijos, la propia naturaleza lanza un mensaje de alegría sobre la naturaleza humana: los vínculos más irrompibles, más irrenunciables, son los vínculos entre padres e hijos.

Y esa dialéctica de arraigo o desarraigo es capaz de marcar toda nuestra existencia. Véase un dato no menor: infinidad de animales son capaces de desenvolverse sólos, el hombre necesita, para llegar a la edad adulta, largos años de crianza, al fin y al cabo, una de las acepciones del amor.

En los tiempos clásicos se acuñó el concepto de piedad para definir la correspondencia afectiva de los hijos hacia los padres: un sentido de obligación, de reverencia, de emoción en su sentido más noble, de reconocimiento.

Está en Eneas salvando a su padre, Anquises, en la Eneida. Está en las “Coplas de Manrique”. Está en aquella tarde de lluvia en Buenos Aires que le trajo a Borges ”la voz, la voz deseada de mi padre que vuelve y que no ha muerto”.

A la inversa, tenemos al rey Príamo reclamando, en la Ilíada, el cuerpo de su hijo Patroclo. Tenemos al espectro del padre de Hamlet, que se despide de su hijo con un “Remember me”. Y tenemos , en las insuperables vidas de Plutarco, un retrato de figura paterna que tampoco ha sido superado todavía: el de “Catón el viejo”, para quien “ningún negocio era tan urgente que le hiciera apartarse de estar presente en el baño del niño”, un niño para quien escribió su “Historia de Roma” y a quien enseñó a leer, a cabalgar, a nadar y a soportar las penalidades del frío y los rigores del calor.

Ese celo paterno de Catón encontraría, siglos después, su prolongación más célebre en una persona absolutamente insospechada: Lord Chesterfield, libertino y gran señor dieciochesco y uno de los mayores ingenios y políticos de su siglo. Alguien así, sin embargo, encontró tiempo para escribir nada menos que 430 cartas a su hijo Philip, correspondencia privada que, pasado el tiempo, sería un clásico mayor de la literatura universal, aunque sólo sea porque “nunca hijo alguno ha sido guiado, seguido, acompañado, adoctrinado,, aconsejado, enseñado, reprendido, con más paciente dulzura y vigilancia”. O, si acaso, un solo: el Emilio de ficción, descrito por Rousseau, este pionero del socialismo que, en su obra literaria, hizo a Emilio huérfano de padre para ponerlo en manos de un filósofo. ¿Por qué será que todo totalitarismo ha querido destruir esa complicidad sagrada entre los hijos y los padres?

No pocas cosas parecen conspirar hoy contra la paternidad. El freudismo hizo al padre culpable de todo o casi todo. Su papel tradicional, protector, tutor, ejemplo, ha sido puesto en duda por quienes han abogado que el padre sea un amigo más.

Sin embargo, las relaciones padre-hijo gozan de la misma salud excelente de siempre: los niños siguen siendo, como quería Cobbett allá en el siglo XVIII, “la delicia de tu mocedad, el orgullo de tu edad madura y el puntal de tu vejez”, y la figura del paterfamilias sigue siendo la única que se hace más grande cuanto más vamos creciendo.

El maestro de la vida. (Ignacio Peyró)

1 comentario:

  1. "Los grandes hombres son, a ratos, genios, a ratos, niños, y siempre incompletos" según uno de nuestros Premios Nobel, D. Santiago Ramón y Cajal. Sin duda, que una de las mejores maneras de tratar de alcanzar esa plenitud humana es la familia, en la que uno tiene oportunidad de aprender a ser hijo, padre y sobre todo a cultivar y transmitir el espíritu y el sentido de la vida en sociedad. Y los que además somos creyentes (valga la redundancia) creemos en que la paternidad nos prepara para ser verdaderos hijos de nuestro Padre en el Cielo.

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