sábado, 26 de marzo de 2011

EL DIA DEL PADRE ( Y 3 )

Tenía ya seis años cuando, en una madrugada del mes de Junio de 1964, me encontraba en el puerto de Santander, junto a mis abuelos, Flora y Moisés, y mis hermanos, esperando la llegada de un barco que venía de México. Mi abuela me había ayudado a vestirme y recuerdo que me puso muy elegante, con chaqueta e incluso me colocó una pajarita, pero con pantalones cortos. Estaba incómodo y tenía frío. La espera se prolongó durante varias horas hasta que por fín, se anunció la próxima entrada en el puerto del barco en que llegaban mis padres. ¡Qué nervios ¡ Venían mis padres y después de casi cuatro años sin verles, estaba muy preocupado porque ni siquiera me acordaba de ellos. Su recuerdo era por la gran cantidad de fotos suyas que había en nuestra casa de Bilbao. También por un disco que nos enviaron, donde podíamos oírles dándonos consejos a todos sobre nuestro comportamiento y nuestros deberes para con los abuelos.

En mis pensamientos sólo estaban dos cosas; Lo primero era si sabría identificarles o si ellos me reconocerían y lo segundo preguntarles si me habían traído algún regalo de América.
Una vez atracado el inmenso trasatlántico, vi asustado cómo mis hermanos y mis abuelos gritaban “ papá,.. papá,.. mamá, .... Rosario, Rosario.. Yo me quedé bastante callado, algo por otra parte bastante marcado en mi carácter, y me limité a observar. Definitivamente, veía a mucha gente, pero no identificaba a nadie. Al cabo de un buen rato, primero llegó el equipaje. Montañas de maletas. Después apareció mi madre. Alta y elegante pero intentando ser cariñosa con todos.

Mis hermanos la querían en exclusiva, pero se dirigió primero a sus padres, mis abuelos, que sin duda la habían echado mucho de menos, al ser hija única. Después, mis tres hermanas mayores la acapararon un buen rato. Después se dirigió a mi hermano Román y finalmente a mí. ¡ Cuánto has crecido Pablito! ¿Te acuerdas de mí? Qué emoción, es verdad que era mi madre. Poco a poco intentaba recordar algún gesto o alguna palabra, pero como no lo conseguía, lo que hice fue compartir la alegría de todos por el reencuentro.

Y .... apareció mi padre. Me pareció gigante, con un gran abrigo y con sombrero. Fuerte como un toro y mayor, muy mayor. Por lo menos es la impresión que tuve al verle. ¡A ver, pónganse todos ustedes en fila y díganme sus nombres!. ¡Charo, Mariángeles, Conchi, Román, Pablo ¡Esa fue la primera orden que recibimos y ése fue mi primer recuerdo de él. Era serio y hablaba muy raro. Para dirigirse a nosotros, lo hacía “de usted”. A mi hermano y a mí no nos daba ningún beso y sólo la mano, si nos portábamos bien. Pero sobre todo, mandaba y mandaba mucho, aunque me parece que más que mandar, ordenaba. Nunca admitía una réplica, ni mucho menos un debate. A él no se le llevaba nunca la contraria.

Pero por fin parecíamos una familia de verdad, los padres, los hijos y los abuelos. Todos juntos, ¡qué alegría!.

Pero con el paso de las semanas, y cuando todavía no nos habíamos acostumbrado a su presencia, mi padre parecía un león enjaulado. Necesitaba estar cerca de sus negocios, ahora temporalmente abandonados. Así, después de cuatro semanas, se despidió de nosotros y volvió a México. Mi madre nos contó que ésta vez sería la última en que nuestro padre nos dejara, porque se marchó con la idea de venderlo todo y regresar definitivamente a España. Para que ese deseo se convirtiera en realidad, aún tuvo que pasar un año, y otro, y otro, y otro más, hasta que en Mayo de 1968, por fin llegó para no marcharse nunca más.

Mi padre se encontró, de repente con una familia en la que yo, que era el pequeño, tenía diez años, y Charo, que era la mayor, había sobrepasado la veintena. Sin duda, mis padres tenían varios problemas entre manos. El primero, que era el económico lo solucionaron de dos maneras. La primera era cambiar Bilbao por Madrid, como lugar de residencia. Y la segunda, invertir lo ahorrado durante tanto tiempo, en negocios rentables, relacionados con la actividad hotelera. Y el segundo problema a solucionar eran las relaciones familiares entre todos, que siempre fueron un polvorín a punto de estallar.

La habilidad de mi padre fue la de pensar que su familia, una vez que consideró que estaba casi perdida, no existía, sino que todo era una prolongación de sus negocios. Así, más que hijos, pasamos a ser considerados por él como unos empleados más de sus negocios.
Eso, que para varios de mis hermanos, fue una desgracia, ya que afectó, sin duda, en sus desarrollos psicológicos, para mí fue una oportunidad para refugiarme en el deporte, primero en el balonmano y después en el fútbol, y así conseguir fuera de mi casa, lo que no encontraba en ella.

Hace más de diez años que mi padre se volvió a ir, pero ya de forma definitiva, con noventa y seis años. A pesar de que mi primera impresión fue la de un hombre muy mayor, al que ninguno de nosotros le importábamos nada, vivió lo suficiente para que yo llegara a comprender y entender todo lo que hizo. Sacrificó su propia vida por salir adelante, y luego, nos privó de su compañía durante nuestras infancias y en otros también su juventud. Alguno de sus hijos nunca le perdonaron tantas ausencias, y menos tenerle sólo como “Jefe”. Por ello, la tensión en acontecimientos familiares de todo tipo, nunca fue agradable.

Hoy el destino no me ha llevado por el mundo de los negocios, pero sigo teniendo presente esa fuerza de mi padre, esa manera individualista de hacer las cosas, para el que nada era imposible. Fue un hombre honrado, autodidacta, con gran instinto para los negocios, trabajador al máximo, y en definitiva, una gran persona. Aunque no conservo ningún recuerdo de haber hecho nunca nada agradable juntos. Esa es la pena y mi tristeza.

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