domingo, 30 de mayo de 2010

CORRER, SÓLO CORRER.

Nunca he podido soportar que me obliguen a hacer lo que no quiero y cuando no quiero. En cambio, si me permiten hacer lo que quiero, lo hago con un empeño superior a la media.
Como ni mi motrocidad ni mis reflejos son especialmente buenos, los deportes de desarrollo explosivo no se me daban muy bien, pero correr largas distancias sí casaban con mi naturaleza. Por eso creo que pude incorporar a mi vida, con relativa facilidad y sin demasiadas molestias, el hecho de correr.

Correr tiene algunas grandes ventajas. Para empezar, no hacen falta compañeros ni contrincantes. Tampoco se necesita equipamiento ni enseres especiales. Ni hay que ir a ningún sitio especial. Con un calzado adecuado y un camino que cumpla unas mínimas condiciones, uno puede correr cuando y cuanto le apetezca.
Por el camino me he encontrado con otros corredores. Casi tantos hombres como mujeres. Los más vigorosos, los que corren golpeando con fuerza el suelo y cortando el viento al avanzar, parece que los persiga la policía. Por otro lado, están los corredores entrados en carnes, que corren con enorme sufrimiento: los ojos entornados, los hombros caídos y resoplando ruidosamente. Es posible que alguno de ellos, después de visitar a su médico, les haya recomendado encarecidamente hacer ejercicio a diario.
Cuando corro, voy memorizando recuerdos de mi vida. Nada especial. Pero para mí son valiosos y llenos de sentido. Puede que, mientras voy recordando esto o aquello, esboce inconscientemente una sonrisa o ponga sin querer el gesto algo serio. Y, al final de ese cúmulo de recuerdos de vivencias normales y corrientes, estoy yo. Yo, aquí y ahora. En Alcobendas.
Cuando pienso en la vida, a veces tengo la impresión de que no soy más que un tronco a la deriva, arrastrado por las aguas hasta un final incierto. Por eso, correr ha vuelto a ser uno de los pilares de mi vida cotidiana. Correr largas distancias siempre había ido bien con mi naturaleza. Simplemente, disfruto corriendo. Correr es para mí, de entre las numerosas costumbres adquiridas a lo largo de mi vida, tal vez la más provechosa y la que más sentido tenía. Y creo que, gracias a haber corrido initerrumpidamente durante veintitantos años, mi cuerpo y mi espíritu se fueron formando y fortaleciendo.
A los corredores de fondo, no nos importa demasiado que otro corredor nos supere o superar a alguno durante la carrera. La mayoría de nosotros sólo tenemos un objetivo concreto: “Esta vez intentaré hacerla en tal tiempo”. Pero, aun suponiendo que no logre correr en el tiempo que me he fijado, si al acabar siento la satisfacción de haber hecho todo lo posible, si experimento una reacción positiva que me vincule con la siguiente carrera, la sensación de haber descubierto algo grande, tal vez ello suponga ya, en sí mismo, un logro. En otras palabras, el orgullo de haber conseguido terminar la carrera es el criterio verdaderamente relevante para los corredores de fondo.
Ni que decir tiene que no soy un gran corredor. Pero no es en absoluto importante. Lo importante es ir superándose, aunque sólo sea un poco, con respecto a la carrera anterior. Porque si hay un contrincante al que debes vencer en una carrera de larga distancia, ése no es otro que el tú de ayer.
Sin embargo, con la cincuentena, ese sistema de autoevaluación empezó a sufrir cambios. Por decirlo con sencillez, empecé a no poder aumentar el tiempo que permanecía corriendo. En cierta medida, sobre todo si uno piensa en la edad, eso es inevitable. En algún momento de su vida, todo el mundo alcanza la cota más alta de su capacidad física, y después viene el declive.
Correr cada día completamente sólo durante una hora o dos sin hablar con nadie, no me resulta especialmente duro ni aburrido. En realidad, en mi interior siempre ha anidado el deseo de permanecer completamente solo. Por eso, el simple hecho de correr todos los días una hora, asegurándome con ello un tiempo de silencio sólo para mí, se convirtió en un hábito decisivo para mi salud mental.
A menudo me preguntan en qué pienso cuando estoy corriendo. Para ser franco, no consigo recordar bien en qué he venido pensando hasta ahora mientras corría. Mientras corro, simplemente corro. Corro en medio del vacío. O corro para lograr el vacío. Es que es en el vacío donde se sumergen esos pensamientos esporádicos. Es lógico. Porque en el interior de la mente humana es imposible lograr el vacío absoluto. Los pensamientos que acuden a mi mente cuando corro, se parecen a las nubes del cielo. Nubes de diversas formas y tamaños. Nubes que vienen y van. Las nubes son sólo meras invitadas. Algo que pasa de largo y se dispersa.
Como ya he dicho, sea en la vida cotidiana, sea en el ámbito laboral, competir con los demás no es mi ideal de vida.
Cuando recibo una crítica infundada ( o que al menos, a mí me lo parece ) de alguien, o cuando alguien de quien esperaba que aceptara una mía no lo hace, corro un poco más de distancia que de costumbre.
Al poco de empezar a correr, no podía enfrentarme a distancias muy largas. Aguantaba unos veinte o treinta minutos. Solo con eso ya acababa jadeando. El corazón me palpitaba y me temblaban las piernas. Sin embargo, seguí corriendo de manera continuada y sentí que mi cuerpo se iba adaptando y, poco a poco, empecé a recorrer distancias cada vez más largas. Adquirí lo que puede calificarse ya de “forma física”, estabilicé mi ritmo de respiración y mis pulsaciones fueron bajando. De este modo, el acto de correr fue integrándose en mi ciclo vital hasta formar parte de él, igual que las tres comidas diarias, el sueño, las tareas domésticas o el trabajo. Si haces ejercicio todos los días, tu peso ideal se acaba estableciendo de forma natural. Poco a poco se va vislumbrando el punto en el que el cuerpo se mueve con agilidad. Al mismo tiempo fui modificando mi alimentación. Hice de los vegetales la base de mi dieta y obtenía las proteínas principalmente del pescado. Y comer mucha fruta. También procuro dormir media hora después de la comida. Por la noche, si me entra sueño, soy de los que se quedan profundamente dormidos al instante y en cualquier parte, lo cual, desde el punto de vista de la salud, es una habilidad especial de la que hay que felicitarse. Eso sí, también genera problemas cuando, sin querer, uno se queda dormido en una situación en la que no procede.
El cuerpo es un sistema que aprende y funciona a base de práctica: sólo reconoce un mensaje, y lo comprende, tras haberle hecho sufrir de modo específico e intermitente.
Es una vida dura. Pero si realizas ese esfuerzo de manera continuada, tu cuerpo gana en salud y resistencia. Y supongo que el envejecimiento también se ralentiza un poco. Si uno no presta atención, va perdiendo músculo de forma natural y sus huesos también se van debilitando.
Pero nunca he recomendado a nadie de mi entorno que corra. Yo creo que nadie se hace corredor porque alguien se lo recomiende. Uno se hace corredor, sin más.
Por las mañanas me calzo mis deportivas y las piernas me pesan horrores. Con cierta desgana realizo mis estiramientos y así, casi arrastrándome, empiezo a correr lenta y pesadamente por las calles. Ni siquiera consigo alcanzar a las señoras del barrio que caminan a buen paso. Pero mientras aguanto corriendo, los músculos se me van soltando y, más o menos a los veinte minutos, ya corro con normalidad. Lentamente también gano en velocidad. Y entonces, ya soy capaz de seguir corriendo mecánicamente sin mayores sufrimientos.
Correr me ayuda a memorizar discursos y cosas similares. Mientras te desplazas con tus piernas, puedes ordenar mentalmente las palabras de un modo casi inconsciente. Sopesas el ritmo del texto y evocas el sonido de las palabras. Si tengo la mente ocupada en todo eso, puedo correr largo rato a una velocidad natural y sin forzar la máquina.
Los tiempos, que nunca me preocuparon, ahora que pasé la cincuentena, mucho menos. Es lo que tiene envejecer. Del mismo modo que yo desempeño mi papel en la vida, el tiempo desempeña el suyo. Y éste, lo hace con mucha mayor fidelidad y precisión que yo. A fin de cuentas, el tiempo ha venido avanzado sin descanso desde el momento mismo de su aparición. Y, a quienes tienen la suerte de librarse de morir jóvenes, se nos privilegia con el preciado derecho de ir envejeciendo. Nos aguarda el honor de nuestra progresiva decadencia física. Hay que aceptar este hecho y acostumbrarse a él. Por eso para mí tiene mucho más sentido saber con cuánta satisfacción correré la próxima carrera y hasta qué punto disfrutaré.
Los tiempos individuales, el puesto en la clasificación, mi apariencia, o como te valore la gente, no son más que cosas secundarias. Para mí, lo importante es ir superando, con mis piernas y con firmeza, cada una de las metas. Quedarme convencido, a mi manera, de que he dado todo lo que tenía que dar y de que he aguantado como debía.

En definitiva, este es un relato que sirve de homenaje a todos los corredores con los que me he cruzado por las calles de Alcobendas, así como a todos los que adelanté o me adelantaron en el curso de alguna carrera.

Basado en la novela de Haruki Murakami, "DE QUÉ HABLO CUANDO HABLO DE CORRER".